El tiempo de los ecos
 
SOLAPA :

    Si narración corta equivale a cuento o no, queda para la crítica literaria con, hasta hoy, muy diversas opiniones. Pero lo que no nos cabe la menor duda es que la obra del abulense Carlos Sánchez Pinto: “El tiempo de los ecos”, entra de lleno en el concepto de “Narraciones” de la Colección Telar de Yepes de la Institución Gran Duque de Alba.
Creo que cada una de sus veinticinco partes, cuentos o narraciones, como el lector quiera interpretarlas, merecerían un comentario aparte, pero por la clara conceptuación global de la obra, pertenecen a ese gran apartado de “El tiempo de los ecos”
Lo variopinto, la excelente muestra literaria, el nudo, la trama y ese suspense propio de la narrativa y más quizá del cuento está logrado en esta obra.
Carlos Sánchez Pinto, es un abulense que por circunstancias profesionales reside actualmente en Valencia. Es un enamorado de Ávila y sus gentes, como lo ha demostrado en sus escritos y, sobre todo, en sus vivencias.
    Entre sus variados escritos, merecen resaltarse las novelas:
“Nonato: música de rabel” (Premio Ateneo Ciudad de Valladolid).
“Un sombrero lleno de sol” (Premio Editorial Armengot).
“Tiempo de ausencia” (Premio Ateneo Marítimo de Valencia).
La crítica le ha premiado, merecidamente, estas obras.
    En la actualidad, compagina su labor creadora con la colaboración en prensa y revistas especializadas como articulista y crítico literario. Talla en madera, encuaderna, modela el barro y restaura antigüedades.
Estamos ante una obra, “El tiempo de los ecos”, densa y amena. Su aire gracioso, su dominio lingüístico y su quehacer literario, gustarán sin duda al lector.

Luís Garcinuño González

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FRAGMENTO:

LA VENTOLERA

(Premio Internacional de Cuentos Lena)


	Fue un día de agosto. Sábado. Una sombra de angustia planeó como vuelo de cuervo sobre el pueblo impacientado. El tiempo parecía haberse detenido y el sol, anclado en la cuatro de la tarde, restallaba inmisericorde contra las paredes encaladas de las casas. Algunos quedaron allí; sobre todo los hombres, en la comisura de los labios resecos la agrias colillas apagadas durante una siesta que había sido interrumpida en lo mejor del descanso junto al barril del agua, a la sombra de la hacinas donde chirriaba la cigarra, en las eras con parvas a medio hacer.
Casi nadie hablaba. Como móviles manchas de sombra se les veía agrupados bajo las redondas copas de las acacias, en torno al brocal del pozo, cercados por una mampara circular de aire lechoso.
    Quedaba un eco de rebato alrededor del campanario. Las mujeres, trágico el gesto de cerámica que enmarcaban los negros pañuelos anudados bajo el mentón, habían seguido, como reguero de plañideras hormigas alborotadas, al empapado cuerpo exánime de Mará Engracia, llevada en volandas entre los gritos de sus hermanas, cuyos lamentos parecían el eco multiplicado del de la madre, que se resistía a permanecer en casa, sujetada en el quicio mismo de la puerta por dos o tres vecinas que le suplicaban calma, al final de la calle entre cuyos relejes escarbaban indiferentes las gallinas.
    –Va viva –dijo tía Martina la Cacareadora, que caminaba intentando no distanciarse del cortejo y arrastrando aliagas y cardencha con el vuelo de la falda–, se lo he visto en los ojos.
Unos cuantos hombres se quedaron allí, bajo las acacias inmóviles, resguardándose de un sol inclemente que fundía los pensamientos. Se vio llegar a don Ulpiano, volviendo de los anejos en la tartana, a galope tendido de la jaca colina por entre los rastrojos amarillos, alzando al paso remolinos de polvo que barrenaban el cuajado pánico de la tarde trizada de golondrinas. Y al cabo de un tiempo llegaron los muchachos, disputándose a la carrera el privilegio de informar sobre el último acontecimiento.
    –La María Engracia ya ha revivido –dijo el más rápido, enjugándose la frente con el mangajarro–. Don Ulpiano la ha metido unos achuchones en la tripa y ha tenido vómitos; pero ya llora.
    Se oyó un suspiro colectivo tras el cual pareció que todos despertaban de una pesadilla, y quizá fue a partir de ese instante cuando adquirieron conciencia de la situación por la cual estaban allí; pero en seguida volvieron a sumirse en un letargo de espera.
No corría una pizca de viento. Ahuyentados los muchachos, sólo se oyó de nuevo el mareante chirrido de las cigarras rascando la corrompida calma de la siesta. El desmedrado rebaño de Salas el cabrero, aplanado en un baldío, parecía fundirse a veces en la neblina que enturbiaba el aire de la lejanía. Y de aquella calina que deformaba el contorno de las figuras, vieron surgir a la pareja, caminando a paso de marcha por entre el bálago, como dos náufragos en el mar encendido de la canícula. Uno de los hombres les señaló con un movimiento de cabeza.
Pareció que no llegarían nunca, que anduvieran sobre una inconsistencia cuyo flujo y reflujo les mantenía siempre a la misma distancia. No se apreció que estuvieran acercándose, sino que de pronto se encontraron allí, parados dentro del corro de los hombres y enjugándose en los rostros de cartón un sudor oscuro y viscoso que rezumaba bajo los tricornios, inquiriendo desde el silencio una explicación de los hechos. Nadie habló. El cabo se apoyó en el mauser para inclinarse a levantar un pico de la manta, y una pesada moscarda se alzó con zumbido metálico volando en espiral. Los hombres se mantuvieron apartados.
    –¿Está avisado el juez? –preguntó al reintegrarse al grupo.
    El más cercano asintió con un gesto. Y continuó un embarazoso silencio durante el cual se hacía más patente el rascar de las cigarras. Fulguraba la charca como un cristal de aumento. Por la parte del pueblo apareció la tartana del médico, avanzando entre borlas de polvo, cruzó el lecho seco del río y se acercó bordeando un majuelo perdido. Llegó la jaca echando humo por los cuadriles, sacudió las anteojeras y resopló a un aire ávido que evaporó su aliento. Don Ulpiano saltó a tierra sin pisar el estribo y fue directo a mirar bajo la manta. Mientras echaba un vistazo la moscarda voló circundando su cabeza. Volvió sobre sus pasos hasta la tartana y, a punto de marcharse, el médico giró hacia donde estaban los hombres y les lanzó la pregunta como quien arroja una piedra sobre superficie en calma de una charca.
    –¿Está avisado el juez?
    Las palabras cayeron sobre el corro como una perturbación, bajo cuyo efecto los hombres oscilaron sucesivamente durante breves instantes, como impulsado por un movimiento ondulatorio que se transmitiesen de unos a otros; y absorbido el eco de la última sílaba, se apartó un alfeñique renegrido de facciones abruptas, y tan chico y redondo que parecía un pedo de lobo con patas, frunció el rostro cuarteado y, mostrando una boca de encías saqueadas, dijo:
    –Tiene que estar llegando.
    La afirmación tuvo en la tarde calcinada y quieta un eco de ladrido, y, como si se hubiera tratado de un conjuro, el auto del señor juez comarcal apareció cucaracheando por el rastrojo. Volvieron hacia allí las cabezas, atraídos por un runruneo de tábano que parecía llegar hasta ellos atenuado por un medio acuático, en tanto don Ulpiano animaba a la jaca sacudiéndole el lomo con las riendas. Partió la tartana al encuentro de una tolvanera, que avanzaba desde el pueblo como un rastrillo de fuego sobre la llanura. El polvo parecía solidificarse en placas de basalto que se desplomaban hacia la parte del monte bajo.
El seco petardeo del auto agonizó junto al tronco de una acacia, se apeó el escribiente y ayudó a descender a don Pedro Miñaca, que, después de dar unos pasos, se volvió para arrojar el sombrero por la ventanilla. Con el dorso de la mano se borró de la frente un sudor que se le iba remansando entre el vello de las cejas. Ni siquiera se acercó a impacientar a la moscarda, se asomó al pozo y preguntó:
    –¿Quién era?
    El alfeñique renegrido le tomó del brazo y se lo llevó aparte, codicioso de un rastro de lavanda que había percibido al aproximársele.
    –¿Éste? –habló con vehemencia señalando la manta–. Éste, ahí donde le ve usté, era un tío de los bragaos que se calzaban a piteo por aquí. Éste no sabe usté bien qué clase de elemento era. No es decirlo como verlo. Venga, venga y le diré.
El juez caminó unos pasos y fue a apoyarse contra la trasera del auto, se aflojó la corbata y claudicó. El otro se animó, prendió la colilla y se asomó a escupir contra el tronco de la acacia. Bajó la voz.
    –A éste le decíamos Correcher, que es como en su tierra llaman a los talabarteros; porque él no era nacido aquí, él vino a raíz de la guerra. Y era un hombre que se le daba bien cualquier oficio, aunque pecaba de callastrón, eso sí. Anduvo por los pueblos componiendo arreos, albardas y colleras, retrancas y eso. En tiempo anduvo soplando vidrio, porque tenía buen fuelle; hombre, de joven fue trompetista en La Titagüense, sí, y a mí me apreciaba; no había vez que asomase por allí que no nos dedicase un pasodoble a mí y a mi señora, y, claro, qué ibas a hacer, tenías que echarte al ruedo y bailar una vuelta. Sí, hombre, lo más seguro es que usté le conociera, claro que sí; éste fue el que sacó al padre de Salas el cabrero de la Cueva Santa, cuando el suicidio del viejo. Se acordará usté de que hubo problemas con aquello porque nadie tuvo agallas y no se encontraba quien bajase a recogerle. Pues éste, éste fue el que le metió en el saco. Efectivamente, ya llevaba días muerto y le sacamos a trozos, no se me olvidará. Luego entró de guarda y de ahí le viene la enemistad con la familia de la muchacha. Fue en tiempos del maqui.
Se asomó a la esquina del auto y escupió la colilla, que enterró con la punta del pie. Luego siguió, acentuando el tono de confidencia.
    –Ella, la muchacha, a ver si me entiende, viene siendo nieta del Ojitos. No sé si sabrá que éste, cuando entró de guarda, hacía vida en el campo. No venía por el pueblo ni a dormir. Andaba con una tercerola y un macuto y en dos inviernos acabo con el lobo. Bueno, pues la guardia civil no daba una batida al maqui si no le llevaba a él por delante, porque conocía los pasos de la gente del monte, estaba al tanto, entiéndame. Al Ojitos la guardia civil lo tuvo entre ceja y ceja mucho tiempo; pero no había manera, se la jugaba siempre. La verdad es que, según tengo entendido, el Correcher en un principio se negó a colaborar; pero, lo que pasa, al final no tuvo más remedio, aunque, aquí entre nosotros, me va por la cabeza que anduvo una temporada despistando, hasta que le apretaron las tuercas y acabó llevándoles al escondite. Por lo que cuentan el Ojitos tenía un chamizo en la copa de un pino, figúrese, y les vio venir, le dio el humo, como suele decirse, y le metió a éste un tiro en un hombro. De resultas de aquello perdió el brazo. A ver, al Ojitos lo bajó del pino la guardia civil con los repetidores. Lo dejaron como una criba, no vea.
    El juez aprovechó un silencio para tomarse un respiro, cambió de postura y se dio aire con una libreta que sacó del bolso trasero del pantalón. Pareció que asentía con un cabeceo intermitente, chascó la lengua y se acarició un colmillo de oro que se le descubría por el lado de la sonrisa. El otro no le dio tiempo a más.
    –Pues eso, ya le digo, a raíz de aquello vino la enemistad entre las dos familias. Éste aprendió a valerse sin el brazo y siguió de guarda. Siempre anduvo solo y mal atendido, cogiéndose unas papalinas que le duraban días. Bueno, cuando no llegaba a los cincuenta ya estaba como si llevase años metido en salmuera; y será de mi quinta, por ahí le andará. La muchacha se ve que había ido a llevar la comida al padre y a un hermano, que andaban ahí, segando un rompido, y vino a llenar el barril de agua. Lo que no pasa en un año pasa en un día, ya sabe; el caso es que fue al pozo, que no lo jarrean nunca y ya ve cómo está de cimbra. Él estaba ahí abajo, según han dicho, echando un cigarro con Salas el cabrero, y dice el otro que de repente salió corriendo. No anduvo con más, se colgó del brocal y se echó abajo. Yo no sé lo que pelearía con ella, porque a la hora que ha sido la gente estaba en siesta, en su mayoría, y hasta que Salas dio la voz y vino el personal se pasaría un buen rato. Luego, lo que pasa en estos casos: que si la maroma es corta, que esto, que si lo otro. Total, que dos o tres veces por lo menos asomó con ella y se volvieron a hundir los dos; hasta que pudo abrazarse al cesto con las piernas y la metió dentro, que no fue fácil, no crea, porque luego el cesto se volteaba, y como ella estaba sin sentido pues se iba fuera y vuelta a empezar. Un drama, ya le digo. Y para postre aquí arriba no había manera de ponerse de acuerdo en lo de ir templando la subida, andábamos a tirones, otros sujetando a la familia, que no hacía más que estorbar. Un desastre. Menos mal que al final pudimos subirla, menos mal. Él nada, él todavía salió a flore una o dos veces; pero nada, ya nada, cuando vio que la muchacha iba arriba se ve que se entregó. Volvimos a echar el cesto, sí, pero nada, ya no sentimos moverse el agua ni nada; así que metimos los ganchos y, al cabo de mucho rastrear, dimo con él.
    Pareció que iba a continuar hablando, pero el juez le paró poniéndole una mano sobre el hombro. Luego hizo una seña a los hombres y entre unos cuantos pusieron sobre una puerta desquiciada el cuerpo barrizoso y lívido del Correcher, ya rígido.
El cortejo se puso en marcha hacia el depósito.
–Lo que menos iba a dar nadie era que este hombre tuviera semejante fin –siguió el alfeñique, colándose dentro del auto de don Pedro Miñaca–; pero, mire, le dio la ventolera y ya ve. No somos nadie.
    El ruido del motor perforó durante unos segundos el pesado letargo de la tarde. Salas el cabrero bajó trotando hacia el baldío. Silbó al rebaño. De nuevo giró la rueda del tiempo.

Págs. 215 a 220