ÁVILA es una imagen para el recuerdo, diamantina geometría que se alza encendida de luz, surcadora de mares amarillos que ondean en el páramo inabarcable.
Así la vería, así la vio sin duda la Santa de los caminos aquel día de su primera escapada, detenida su andadura de niña todavía, que salió en busca del martirio como más inmediato camino hacia Dios. La mano de Rodrigo en su mano, desconfiando el muchacho, medroso encubridor de la sublime travesura de su hermana. Hasta el alcor donde hoy se alzan los Cuatro Postes les duraría el ánimo. So pretexto de un descanso tras el repecho desde el manso Adaja pararían, la duda ya en el corazón, la piedrecilla en la sandalia… Interrogándose ambos en silencio. Se habían alejado tanto, desde su infantil perspectiva, caminando los dos, la mano en la mano, tras el carro del buhonero, apurando el paso al compás del cascabeleo de la recua –iban sin un blanca, como después iría ella tantas veces por tierras de la Reforma Carmelitana–, que les parecía necesario meditar una explicación que convenciera a su asombrado tío don Francisco.

Ávila desde allí no estaba en el espacio, sí en el tiempo; navegaba impasible su tranquila singladura de siglos. Y no era necesario hablar: cogidos de la mano Teresa y Rodrigo descubrían entonces que Ávila era una ciudad arrodillada y que La Encarnación, un poco más abajo, asentada en el suave valle de Ajates, encerraba otra llamada no concreta todavía tras de sus paredes de calicanto, a cuyo eco Teresa acudiría unos años más tarde, no sin antes persuadir, ahora a su hermano Antonio, a que secundara esta nueva escapada de la casa paterna, animándole a pedir hábito en el convento de Santo Tomás. Parece que de siempre tuvo la Santa un gran poder de persuasión, pues que solía arrastrar con ella a alguno de sus hermanos. Dios estaba entre los pucheros, donde Teresa sabría encontrarle y desde donde emprendería, esta vez sí, un seguro camino de perfección, ahora sin Rodrigo y sin Antonio, bordón en mano, la pluma fácil que sabría contar tan llanamente las más altas cosas, el paso resuelto y pronto el ánimo.
Al regreso, Ávila era una luminosa plegaria de piedra suspendida en el tiempo, y cuando entraban por la puerta de Montenegro, a unos instantes de la regañina materna, Teresa y Rodrigo se mirarían con gesto de complicidad:
–Otro día será, hermano.
DIARIO DE ÁVILA