Maderas de oriente
 
CONTRAPORTADA:

	Las memorias de Edipio encierran un secreto que nadie puede sospechar. En realidad, todos saben que a Edipio le gusta leer y jugar con los animales, que es capaz de averiguar el color y el veteado de una piedra con tan solo el tacto de su lengua, y que desde pequeño es algo débil y huraño. Pero con la muerte de su padre todo cambiará y la mayor de sus predilecciones será el más oculto de sus deseos: saborear el perfume de su madre, Maderas de Oriente.

	Maderas de Oriente, la novela con la que Carlos Sánchez Pinto se ha hecho merecedor del IX Premio de Novela Ciudad de Badajoz, nos revela una inquietante galería de personajes oscuros que muestran la debilidad del ser humano ante la irracionalidad de lo erótico y la desesperación de la soledad.

Editorial a l g a i d a

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FRAGMENTOS:


    Tenía los armarios llenos de ropas y vestidos que mi padre nunca la dejó ponerse; y tampoco la permitía perfumarse, ni siquiera con la colonia de Maderas de Oriente que él mismo la había regalado en el viaje de novios.
        –No quiero oler a puta en esta casa –la decía, y ella callaba sumisa.
    Sólo a veces, cuando él estaba ausente, destapaba el frasco y aspiraba cerrando los ojos, como si necesitase aquel aliento para seguir viviendo en un ambiente que sin duda la asfixiaba. Luego volvía a taparlo, me miraba a mí a su lado, observándola en silencio mientras chupaba la piedra, y me dedicaba una sonrisa de complicidad.
    Era morena, de mediana estatura, aunque mi padre no llevó nunca bien que ella usara tacones, porque entonces le sobrepasaba un palmo. Tenía los ojos muy negros, las finas cejas perfiladas en arco perfecto, la mirada dulce y acariciante, a veces pícara, con ojeras malva y párpados ligeramente abultados, que daban sensación de insomnio permanente. Para leer usaba gafas. Se peinaba sin artificio con media melena y raya a la izquierda, y el pelo, muy negro, enmarcaba el delicado óvalo del rostro, en el que destacaba por su especial atractivo la boca de labios abultados, cuyo tono amoratado y suave textura suscitaban un presagio de sangre. En las finas membranas de la nariz, era quizá donde mejor se manifestaban sus estados de ánimo, pues, incluso dormida, contemplé muchas veces en ellas un aleteo intermitente preludiando el gemido.     No sé cómo decir que su cuerpo era a un tiempo frágil y poderoso, ni cómo definir la suave redondez de sus rodillas, la gracia de sus caderas, el perfil de sus manos inspirando caricias, la herida fresca de su boca.

Pág. 33

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    Siempre me entretuvo mucho ver bailar a las parejas. Mi tío Usebio, por ejemplo, era un hombre que bailaba automáticamente, sin enterarse, como si la música actuara directamente sobre los resortes que movían acompasadamente su cuerpo; es decir, que dejaba inerte la mano sobre la grupa de mi tía Sabina y conversaba con ella de cosechas de cebada y de vacas lecheras mientras bailaban, como lo podían haber hecho serrando un tronco al alimón o cerniendo la molienda para la hornada, con absoluta independencia entre una cosa y otra. Y Fari el sacristán, como era cojo, bailaba trabajosamente, como por castigo, arrastrando los pies por entre el polvo como si fuera remolcando la bola de un preso, masticando un palillo con gesto de hastío y alzando a veces los ojos al cielo con expresión de dolorosa. Sin embargo, mi padre le daba aire a la danza, se aceleraba mucho haciendo pases y cabriolas, eso sí, como si estuviera llevando a cabo una faena que tuviera que terminar cuanto antes. Bailaba a destajo. Eso es. Mi padre bailaba a destajo, y mi madre trataba de seguirle esquivando sus pies a los zapatazos que él repartía saltando desconsideradamente.

Págs. 41 a 42

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    Yo andaba algo atarantado y salí trotando con el cabás en una mano y la otra cogida a la de mi madre, muy bien lavado y peinado y salpicado de colonia.
        –En la escuela no chupes la piedra –me iba diciendo ella–, que los niños se reirán de ti.
    Pero yo no estaba seguro de poder evitarlo y confiaba en mis mañas para disimular, si es que no había otro remedio. Llevaba tres guijos muy buenos en el bolsillo de la bata que acababa de estrenar. Era, lo recordaré siempre, una mañana de mucho viento, aunque de sol, y los balidos de las ovejas que esquilaban en la cija nos acompañaron todo el camino.
    En la pintura del cabás el niño iba solo a la escuela, cruzando el puente de madera sobre el arroyo bordeado de altas hierbas y cantos rodados, y junto al camino, en la pradera verde cuajada de margaritas, estaban los conejos, alzados a dos patas y en animada conversación. Al fondo estaba el molino maquilero, con el agua cayendo a borbollones sobre los álabes de la muela, y los padres a la puerta diciendo adiós al niño. Al fondo, más allá de la chimenea humeante de la casa, había un cielo muy azul con unas nubes blancas, y volaban pájaros por encima de la lejana alameda junto al río.
    Por las calles del pueblo llegaban, desde los campos de trigo que ya iba encañando, puñados y puñados de viento, como si el aire naciera entre el verde ondulante, y las mujeres que estaban barriendo las puertas se hacían visera con la mano sobre los rostros de cerámica y decían:
        –Anda, anda, ya va este mozo a la escuela.
    Mi madre sonreía.
        –Ya veremos –contestaba recelosa.
    Pasamos por el estanco a comprar la póliza y mi madre alzó el pestillo de la puerta bajera.
        –¿Se puede? –gritó hacia el oscuro portalón enguijarrado.
      –Espera un poco, mujer –oímos a la estanquera como si voceara desde el fondo de un pozo–, que me estoy poniendo un sinapismo.
    Esperamos junto al mostrador de tablazón machihembrada. Al fondo se oía el cacareo de las gallinas, y la mujer surgió al fin como vomitada por la tiniebla, ajustándose el elástico del suéter sobre el hábito del Carmen.
        –Ando con un romadizo que se me está bajando al pecho –nos explicó–, y digo, sí, pues verás. Tenía un sobre de sinapismos del año pasado y voy a ver si atajo el catarro, mujer.
    Mi madre sonrió y pidió la póliza.

Págs. 50 a 51

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    Yo era consciente del peligro que corría sin la protección que Ramón me brindaba, pues en ocasiones en que me aventuré por el pueblo sin que él estuviera conmigo, tuve que aguantar muy malas pasadas de los otros muchachos. Me tapaban los ojos y me obligaban a mantener la boca abierta, en la que iban introduciéndome, con el fin de que las identificase y diese detalles, monedas de a real y de peseta, perras chicas y perras gordas, canicas, cabos de lápiz, bolas de estopa y hasta un escarabajo pelotero en cierta ocasión. Y ellos fingían asombrarse y disfrutaban mucho comprobando que yo era capaz no solo de conocer la cosa, sino de explicar la forma y el color y hasta de deletrear las inscripciones si los objetos llegaban a tenerlas, y ello tan solo explorándolos con la lengua, de modo que luego se burlaban propalando que yo era capaz de leer con la punta de la sin hueso, al igual que los ciegos lo hacían con las yemas de los dedos, y que era como si tuviera un ojo en el paladar.

Págs. 86 a 87

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        –Ya están aquí las cabras –dijo al oírlas balar junto a la puerta.
    Yo cogí el cueceleche y dejé a los animales pasar hacia la cuadra, puse en su canaleta una almorzada de cebada que envolví con paja algarrobaza y me senté sobre un tajuelo para ordeñar. A través de la barda del techo se oía entonces el zurriagazo de la lluvia contra la tejavana. Mi madre entró, fue a orinar a un rincón del fondo y al salir se detuvo un momento junto a mí.
        –Me voy a la cama, Edi –me dijo–. El anís me ha dado sed y dolor de cabeza. Pones la leche al fuego y cuando suba retiras el cacharro, hazme el favor. En la cazuela queda pollo.
    Me quedé pensativo, contagiado por la repentina tristeza de mi madre, pero no alcanzaba a dar con el motivo de tan inesperado decaimiento. Puse sobre las placas el cueceleche y esperé mientras leía Las mil y una noches, que por entonces traía entre manos, y andaba por la Historia de Amina, en aquello del juramento que dice: “Vas a jurar por el Corán que nunca elegirás a otro más que a mí, ni sentirás inclinación hacia otro”. Y mientras me relampagueaba en la memoria la reciente imagen de los muslos de mi madre alzándose al fondo de la cuadra, me llegó el perfume de Maderas de Oriente, al tiempo que me pareció que la leche subía, así que me levanté a ver.     Pero aún faltaba, y me acordé que mi tía Sabina siempre decía que si uno se queda mirando la telena formada en la superficie, la leche nunca rompe a hervir, de modo que acabé retirándome, no sin antes comprobarlo durante unos minutos, y cuando iba a reanudar la lectura sentí crepitar sobre las placas la leche que rebosaba a borbollones. Quise retirar el recipiente con tal presteza y atolondramiento que me quemé la mano, y estaba sacudiendo el dedo, con el fin de mitigar el dolor de la quemadura, cuando apareció mi madre al olor del esturado, descalza y puesta ya de camisón de seda con tirantes de encaje.
    –¿Qué has hecho, hombre de Dios? –me dijo mientras acababa de retirar el cacharro protegiéndose con un paño–. A ver, ¿qué es lo del dedo?
    Me lo estuvo soplando durante unos instantes y acabó metiéndolo en su boca para consolarme.
    Exhalaba a través del amplio escote un mareante perfume de Maderas de Oriente; no llevaba sostén, y como estábamos tan cerca, yo podía ver sus pechos desnudos apuntados hasta casi rozarme. Cerré los ojos y me concentré en la presión estremecida de sus labios, en el tacto de su lengua lamiéndome el pulpejo. Noté que la saliva me resbalaba hasta el suelo y abrí los ojos para limpiarme disimuladamente con el mangajarro. Observé que era ella la que entonces permanecía con los ojos cerrados, así que me atreví a asomarme despreocupadamente por la abertura del escote, con el fin de contemplar sus pechos mientras me embriagaba con el aroma de su cuerpo; y como ella estaba ligeramente inclinada hacia delante, pude ver la leve curva de su vientre y hasta la fronda del vello crespo y oscuro en la protuberancia de su pubis. Pude ver cómo se estremecían las aletas de su nariz y que se dilataban las venas azules de sus sienes, y entonces me di cuenta de que había abandonado mi dedo dentro de su boca para cruzar las manos tras de mi nuca. En ese instante, sin saber quién propició el acercamiento, sentí el contacto de nuestros cuerpos, tensos el uno contra el otro, sin espacio para respirar. Durante unos segundos succionó con fuerza el dedo que tenía en la boca, en tanto yo no era capaz de controlar las convulsiones de mi cuerpo, espiró con un apagado gemido y salió precipitadamente.
    Aún permanecí durante unos momentos inmóvil, pasmado en medio de la cocina, sin voluntad para dar un paso, sintiéndome vacío y disgustado, oyéndola llorar.

Págs. 144 a 145

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    Ovillado entre las sábanas, sin saber en qué dirección lo hacía, me deslicé hacia donde era más intenso el perfume de Maderas de Oriente; y así llegué a tener el rostro sobre la acariciadora y fascinante suavidad de algas mojadas que era el sexo de mi madre.
    Durante breves instantes aspiré codicioso aquel efluvio que me trastornaba; pero yo era consciente de que ninguna sensación de mis sentidos podía compararse a la que sería capaz de experimentar con la lengua, como había percibido desde siempre chupando la piedra, y entonces me puse a explorar, buscando entre aquella rumorosa frondosidad el íntimo venero de donde emanaba. Así mi lengua descubrió la piedra, oculta y protegida hasta entonces en una grieta de paredes suavísimas, pero que de inmediato pareció cobrar vida y salir al encuentro. Enseguida supe que era puntiaguda y rosada y que tenía un sabor dulce y subyugante como jamás había sentido.

Págs. 201 a 202

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    Percibí un crujido de cántaro que se quiebra, y el fantasma ensabanado de mi madre se desarmó a mis pies como un muñeco roto, como el juguete que el egoísmo infantil resuelve destruir para no compartirlo con nadie.
    Su mano había quedado dentro del rectángulo de luz que descendía por la campana de la chimenea, y contemplé cómo los dedos se abrían con la lenta demora de los pétalos, hasta quedar inertes, igual que si la mano esperase una limosna.

Págs. 276 a 277