nonato: música de rabel
 
CONTRAPORTADA:

    NONATO es una música de rabel oída por el protagonista a través de un prisma de nostalgia y desde su perspectiva de hombre. Un año de su infancia está vivo otra vez en la memoria de Nonato.
¿Es quizá el abuelo quien hace sonar el rabel que se quedó olvidado entre las margaritas secas del desván?
	Abril en el pueblo era un vuelo de campanillo. Sonando está, ahora en la evocación, a través del tiempo. Y Nonato le deja sonar en la memoria, por entre los chopos de plata que se acogen al oscuro remanso de ocultos manantiales en el pueblo diluido ya en el tiempo de su niñez perdida.
	Es ahora el grito agonizante de la primavera desde el corazón de los árboles, el largo clavel rojo que se le deshoja a Antolín por el contado, en la camisa de cruda sarga sonora.
	¿Puede Nonato sentir otra vez el otoño como una alegría pequeña y resonante de manzanas agrias en el corazón?
	Ya nunca más el verano dejará su luz en las uvas doradas de octubre. O quizá sí. Quizá sin que nadie lo advierta, la tarde de domingo volverá a ser un arca sonora y acolchada de sedas desvaídas. Pero sólo en la memoria de Nonato los niños se contarán historias pequeñitas en el crepúsculo de higueras polvorientas.
	¿Y por qué no? Puede ser que el abuelo vuelva a regalarle esta Navidad una estrella herida, caída entre las hojas del castaño.
	La vida es todo aquello que podamos sentir.

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FRAGMENTO:

	La mañana de Todos los Santos Margarita sacaba del arca las flores de papel y la cinta bordada para ir al cementerio: “TU PADRE E HIJA NO TE OLVIDAN”.
Nonato no llegó a figurar en la cinta, quizá porque, en realidad, nada podía recordar ni por consiguiente olvidar. Iban los dos a limpiar de hierba la tumba de su madre y se estaban allí un rato callados. Hacían una crucecita de flores sobre la tierra y al anochecer volvían a recoger la cinta y las flores de papel.
    En realidad, Nonato nunca echó de menos a sus padres, y no llegó a plantearse su caso hasta que maestro comenzó a compadecerlo poniéndole como ejemplo de desgracia ante los demás muchachos. “No sabéis lo que es una madre”, les decía comentando la lectura de Corazón, de Amicis. “Desgraciado de aquel que en su infancia la pierde, como el pobre Nonato”. Pero él no recordaba nada, y lo más que sentía era curiosidad cuando le dio por pensar que no podía estar en el mundo caído de un nido de golondrina. De todas formas, con el recuerdo de su padre siempre tuvo más conexión, seguramente porque desde siempre le llamaron Nonato el Rojete, y más de una vez se peleó con los muchachos porque le tiraban en cara que su padre había sido de los rojos y de los maquis; aunque en la fotografía que tenían sobre la cómoda, junto a los floreros de papel, nunca pudo encontrar un signo de diferencia del suyo con el padre de los demás muchachos. En casa, que él recuerde, nunca se habló del asunto.
    Fue Juliana, el ama de don Polico, la que una dulce tarde de principios de primavera, que sonaban distantes los primeros grillos, le llamó por la trasera del corral cuando iba de alondras con Alejandrito camino de los arritales: “Nonato, Rojete, que se te ve la minina”, le gritaban las escardadoras. Juliana le dio unos pantalones viejos de don Polico, para que Margarita se los apañara.
        –Si viviera tu madre, no andarías así; pero tu hermana, demasiado, la pobre.
        –¿En dónde está su madre? –preguntó Alejandrito.
        –Su madre se murió, hijo, cuando él todavía no había nacido. Se murió de un susto, ¿sabes?                                                       Cuando la guerra. Estaba ya fuera de cuentas, para dar a luz, cuando una mañana mientras se peinaba sentada en el poyo, a la puerta de casa, le trajeron de noticia que habían matado al padre de Nonato, que estaba por Teruel con los rojos, y del susto pues se cayó muerta.
        –¿Y Nonato?
        –Pues Nonato, eso, que no nació.
        –¿Entonces?
        –Entonces pues eso. Toma. Toma un racimo de pasas y os lo coméis.
    Subieron sin hablar hasta el palomar, y allí, mientras se repartían las uvas pasas, Alejandrito gritó mientras apedreaba a los pichones que zureaban en las cornisas: “Joder, oye, tú no has nacido. Anda, no has nacido. Dice Juliana que no has nacido”.
Otro día fue con el abuelo al monte a sacar raíces, y de una pedrada mató un gran lagarto verde que huía entre la carrasca. El abuelo lo desolló cuidadosamente y, después de limpio, lo dejó unja noche al oreo en la ventan. Nonato y Margarita cenaron una cazuela de bellotas hervidas y no lo quisieron probar. “No hay carne más fina”, decía el abuelo.
Dijo Lorenzo:
        –Mira si anduvo listo el jodío, y parece que fue ayer cuando don Julián y la tía Trini le trajeron al mundo. ¿Se acuerda usté, abuelo?
            –Claro que me acuerdo. ¿No me he de acordar?
           –Me cago en diez; parece que estoy viendo tol piso la cocina lleno sangre. Y la mesa y tó. Cagüenlá, qué susto, abuelo. No sé cómo vive. Menos mal que don Julián tuvo arrestos. Le críó la mujer de Sócrates, ¿no?
      –Los primeros días le dio la teta, hasta que se fue haciendo a la leche con agua; pero enseguida empezó a comer de todo. Mira, que estaba de Dios que tenía que vivir.
Ele día de Ánimas Nonato se tapaba en la cama cabeza y todo, porque esa noche las ánimas del Purgatorio venían a beber agua a las cantareras de las casas.
Dormía mal. Como no había tela para un colchón, tenían la borra repartida en cuatro sacos, y aunque Margarita los acoplaba lo mejor que podía sobre la tarima del catre, Nonato, entre la desazón de las chinches y el difícil acoplamiento, se levantaba medio molido por las mañanas. A veces dormitaba sobre el banquillo de la escuela, hasta que las risas de los otros muchachos ponían en aviso al maestro, que lo enderezaba de una oreja para espabilarlo de un tortazo.
        –¿No! No me pegue en ese lado, que me mana el oído.
        –Bueno, pues entonces en el otro tampoco, pero hoy no sales al recreo.
Y aquel día Nonato se libró, aunque después, pensándolo, hubiera preferido el gasnatazo, porque la media hora se le hizo interminable, y eso que al silencio salieron de detrás del estante dos ratas peludas que le entretuvieron mucho persiguiéndose por la tarima. Joselillo, el del lañador, le alcanzó una rebanada de pan por la ventana del hastial. Mientras comía, Nonato sentía gritar a los muchachos que jugaban al monte en le plaza de la Constitución, y a Justino blasfemar a las vacas bajo el colgadizo, al otro lado del tabique. Se le oía a ratos trastear silbandillo, gritar a los marranos, partir leña.
    A Nonato le gustaba más que ninguna la tumba de Paquillo, que iba para figura del torea y tuvo una mala tarde en la feria de El Soto. Era una lápida de mármol blanco, con un capote, una montera y un clavel primorosamente dibujados y que un día vinieron a poner por encargo de unos toreros de verdad.
    Fue un mal día aquel en que Paquillo salió mientras amanecía por camino de El Soto, mientras los regatos, las peñas y los árboles se agrandaban como hinchados en un parto doloroso de luz. Los cables de alta tensión, que se iban infinitamente hacia un horizonte de sangre, zumbaban como cuerdas de violín heridas por un gigantesco arco invisible. Paquillo caminaba despacio; para andar cuatro leguas le sobraba tiempo, pero había dormido mal y no aguantaba más en el camastro. Cuatro leguas de pinares con olor de tomillo, y de charcas que tenían un sueño de verdes algas en el fondo, y de trigales que se deshacían con su risa y con cantar en una bandada de ruidosas alondras, de alondras en celo. Paquillo caminaba con su fardelillo a la espalda, con el palo y el estoque envueltos en el percal, con la ilusión de la fiesta y los cohetes, del pasodoble y las muchachas que le miraban con una mezcla de burla y admiración, con la borrachera del sol y los gritos de la gente. El sol. Un sol enorme que estaba entero en la plaza de carros de El Soto. Cuatro leguas rumiando acontecimientos, buscando regatos, temiendo sombras y huyendo de los pastores. Si alguien le viera, se enteraba su madre. Seguro. Y la daría por gritar, y se haría tiras con los dientes las puntas del mandil. Se pondría como loca, como antaño cuando le dio el varetazo la vaca en la feria de Doñana. Había sufrido lo suyo su madre. Primero lo de su padre, cuando lo del rayo en las viñas. Él casi no se acuerda de nada; sólo que le trajeron en un carro de bueyes y tenía la cara y las manos amoratadas y llenas de barro. Fue una tormenta de aupa, según dicen, que dejó los majuelos sin una hoja, mondos y lirondos. Después su madre se vistió de luto y ya nunca se quitó el pañuelo de la cabeza. Era un oscuro óvalo, ya descolorido, que enmarcaba sus duras facciones, sus rasgos endurecidos por el frío y el calor, por la lluvia y el viento de las jornadas en la huerta, en la viña o en el palomar. Paquillo le estaba quitando la vida, decía ella, pero no tenía derecho. Paquillo buscaba su oportunidad. Alguien importante que anduviera a la caza de nuevos valores del toreo. Alguien le vería, seguro. Aunque fuera en una plaza polvorienta de tablones y carretas. Por eso había que aguantar y darlo todo. Había que irse al bicho apaleado por los mozos desde los balcones bajos, y torearlo con temple, con mando, corriendo bien la mano. Había que echar el alma cada tarde, porque uno nunca sabe cuándo ni dónde le espera la verdadera oportunidad. Luego ya todo sería más fácil. Vendrían los contratos, las plazas de verdad, los trajes de luces, los coches, los hoteles de lujo, los millones… “¿Lo ve usté, madre? Ahora va a vivir como una reina. Ahora se va a quitar ese pañuelo de la cabeza, porque lo digo yo. Ahora…” A Paquillo se le aceleraba el paso pensando.
    Se bajó por un lindazo hacia el río. Era demasiado pronto y se tendió cara arriba entre los céspedes, cerca del agua. Una frescura de juncos húmedos y de hierbabuena le acariciaba el torso desnudo, le adormecía… Por arriba, entre los chopos estremecidos, revoloteaban los gorriones como hojas enloquecidas que fustigaban el azul infinito. Se oía muy cerca el chorreo del agua en un desnivel del cauce, y unas esquilas lejanas, cada vez más tenues.
    Cuando llegó, estaba un poco molido de la caminata. Cuatro leguas no son una broma. El Soto estaba en la hora de la siesta, acarrado como un rebaño que se apiña a la sombra de la alta torre de espadaña; la torre de calicanto de la iglesia de El Soto. Las moscas zumbaban a las puertas sobre arrojadas mondaduras de fruta. Paquillo se fue para la taberna, que no tenía nombre ni falta que le hacía. Tenía, eso sí, unas mesas desajustadas de tablas que había curvado la humedad. No había nadie a esa hora, y Paquillo se sentó sobre un tajuelo con el fardo sobre sus rodillas. El Cojo había regado el piso de barro y se estaba fresco. Los vasos recién fregados estaban puestos a escurrir boca abajo, sobre una tabla, y allí, a dos palmos del techo de barda polvorienta, el nombre de guerra de Paquillo escrito en letras desiguales sobre un cartón cuadrado. Primera había un recorte en letras de molde, pegado con engrudo, que decía eso de si el tiempo no lo impide y con permiso de la autoridad competente, y luego el nombre:

“EL NIÑO DE EL SOTO”

    Entró El Cojo.
        –¡Hombre! ¿Al cabo te has atrevido? A ver si te sacamos en hombros. Es un novillato mu majo. Mu guapete.
    Luego se asomó a la puerta y gruñó a los muchachos:
        –¡Eh! ¡Vosotros! Avisar que ya está aquí El Niño de El Soto. Que vayan preparando.
El Niño de El Soto tenía sed. Una sed horrible que le hacía crujir las tripas como acartonadas de puro resecas. Se lo dijo a El cojo.
        –Tengo sed.
    Pero El Cojo le miró sorprendido y molesto mientras daba vueltas a un vaso con un paño amarillo.
     –Aguantarse, amigo. ¿Dónde has visto tú que los matadores vayan a la plaza con el estómago lleno? ¿Y si te pincha? Di. ¿Y si te pincha? Al toro hay que ir en ayunas.
Después todo fue muy rápido. El pueblo estalló en gritos y la taberna se llenó de hombres que le llevaron en volandas hasta la plaza; hasta el centro de la plaza, y le dejaron allí solo. Alguien le arrojó los palos todavía envueltos en el percal. Hacía sol. Un sol que le pareció enorme y sin calor. Un sol que le cegaba, que no le dejaba ver la gente apretujada sobre los carros y bajo los carros; un sol que le golpeaba la cabeza y la espalda; un sol enloquecido, torturante, frío. Sentía los gritos y el vareo de los mozos sobre las ruedas de los carros en un ruido loco de desacompasadas escalas, y, de repente, un clamor estalló como una salva, sacudiendo todo su cuerpo como un huracán: “¡El toro!”
    El Niño de El Soto recogió del suelo los trastos. Los palos y el percal. El toro coceaba las ruedas de los carros mientras los mozos gritaban vareándole furiosos. El Niño de El Soto le estaba esperando allí, aturdido, golpeado por un sol frenético que no daba calor. El Niño de El Soto estaba frío y quieto en el centro de la plaza.
    De pronto el toro lo miró. Anduvo dos pasos hacia él.
    Se arrancóooooyyyylaplazagiróooovertiginosamente. ¡Dios mío!, dolorosamente, alrededor de él, y sus huesos crujieron soportando todo el peso de la plaza que le aplastaba sin remedio.
Se notó las manos manchadas de una sangre caliente, resbaladiza y sin color, y los gritos se fueron haciendo más lejanos y los colores más tenues, y el sol abrasaba ahora sus intestinos mientras la cabeza le dabavu-el-tas-des-ha-cién-dose-en-la-ti-dos-in-ter-mi-na-bles.
    Cuando abrió los ojos, tuvo la sensación de que había pasado mucho tiempo. Su madre estaba allí, como una mancha oscura empequeñecida por la blancura de las paredes del cuarto, y le miraba sin lágrimas, con una dulzura que no había sentido nunca. El crepúsculo se adivinaba húmedo y lento sobre los caseríos y el barbecho, y el Niño de El Soto sentía sobre su cabeza un rumor de mariposas apagadas, y la voz de su madre, que parecía venir de muy lejos, le llegaba atenuada dulcemente por un murmullo de hojas en los chopos de la ventana.
        –¿No volverás, hijo? ¿No irás más a la buscar la oportunidad?
    Paquillo, El Niño de El Soto, sentía un infinito cansancio y los párpados se le rendían pesadamente mientras su madre se desdibujaba en un oscuro óvalo de lágrimas, de silenciosas lágrimas.
    El abuelo le llevó una guirnalda de claveles silvestres, azul pálido como las manos de Pquillo, y habló con él un rato mientras le acariciaba la frente y el comienzo del cabello, y Nonato les miraba a los dos, tiritando de frío en la humedad del depósito de cadáveres. Luego el abuelo le arregló otra vez en pelo y las manos, le besó la frente, sacudió tres veces la cabeza y se fueron.
Algunas veces, a la tarde, el abuelo y Nonato se iban al cementerio, se sentaban junto a la tumba de Paquillo un rato, y por fin el viejo sacaba su rabel del taleguillo y le cantaba al muchacho su propia historia, la historia de El Niño de El Soto. El viento sonaba dulcemente entre la maleza como una caricia, como una oración.

Págs. 59 a 65