Tiempo de ausencia
 
CONTRAPORTADA :

    Por la vida de todo hombre, de toda mujer, pasa a veces un mal viento, una ventisca que nos arrastra hasta sumirnos en la tiniebla donde sólo una luz es posible: aquella que se alimenta de una ética personal mediante la cual somos responsables de nuestras propias y libres decisiones.

    Ese tiempo a la deriva, ese tiempo de ausencia, no sólo del entorno natural de cada persona, sino de su íntima y definitiva esencia, es lo que el autor ha querido contar en esta novela.


COLECCIÓN ATENEO MARÍTIMO
NOVELA
EDITORIAL PROMETEO

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FRAGMENTOS:

    Se quedaron allí un momento, sin hablar, y mientras tanto pasó un tren silencioso y fantasma, difuminado por bamboleantes cortinas de lluvia. Luciana estaba luminosa y mojada, cercana y sensual. Armando aspiró el perfume de sus cabellos húmedos sintiéndose ya cerca del último esfuerzo, adivinando la angustia de saberse definitivamente vencido. Se había abierto sobre ellos el maleficio de un paraguas negro, acharolado de lluvia, verdoso de reflejos vegetales.
    Siguieron caminando a través del campo enfangado, como huyendo y en pos de una misma cosa al mismo tiempo.
    Dentro de Armando todo estaba también mojado y se deshacía en jirones de angustia. Junto a la acequia, los árboles sin sombra se ahogaban en gritos apagados, y poco a poco se fueron señalando por todas partes irregulares lienzos de luna muerta.
    Por entonces había dejado de llover y aparecían a ras de tierra cercanas y humildes estrellas abatidas y agonizantes, cual diminutas claridades de lamparilla.
    Todo se volvía dolorosamente tranquilo, y era como si cada minuto envejeciera un siglo las cosas. De pronto, Armando se imagina a los dos ya ancianos con rostros de ceniza, perdidos en la noche, y palpa la vitalidad de Luciana con sus manos entumecidas. Ambos tienen aún en sus cuerpos una sensación letárgica de reservado de cafetería, de tibieza de coñac y cigarrillos, el preludio de apagados contactos corporales, y ahora, sucedida la imagen en el marco luminoso de la memoria, Paulina está allí, delante de Armando, con la dulce, marcada prominencia de su maternidad inminente; y ella no es culpable desde su ilusión en la espera y en la esperanza.
	Al pasar junto a él, Armando golpea el tronco de un pico el puño cerrado, y una lluvia retenida cae blandamente sobre el paraguas.
	–¿A quién has golpeado? –pregunta Luciana.
	–A la vida que permanece, que es así sin que podamos evitarlo, a mí mismo, a nada.
	–No te entiendo.
        –Nadie nos entiende. ¿Te lo dije alguna vez?
    –Lo sabía. Me lo habías dicho –dice ella tomándole del brazo–. No sabría vivir sin tus complicaciones.
    En el silencio blando de la lluvia que se iba haciendo, el viento tenía largos gemidos de desesperanza, y un grillo impreciso entre el cielo y la tierra puso en marcha su martinete de cristal. Todavía algún relámpago precedía al ruido de una tronada que se prolongaba suave de herraduras apagadas, equívoca y redonda, como un súbito aumento de torrenteras lejanas y ocultas.
    Una avenida ancha, bordeada de susurrantes castaños, les llevó hasta la compacta sombra de un paredón, y desde una ventana iluminada en el oscuro prisma del orfanato les llegó un insólito son de trompeta.
    Entraron en el cementerio antiguo, abandonado y derruido, donde los mil ojos imperfectos de las tumbas vacías miraban sin ver. El viento era ya un órgano inmenso en las copas de los cipreses. Gritaba un pájaro recóndito su intermitente contrapunto de sonoras aristas.
        –¿Por qué hemos venido aquí?
    No era a él a quien Luciana había susurrado la pregunta, sino al Destino al que se habían abandonado impotentes.
    La noche oscura estaba ya sobre todas las cosas. Se oía al aire zascandilear en el cristal de un campanillo sin badajo, y el goteo de los cipreses sobre la hierba mullida.
Cuando se sentaron sobre una piedra, Luciana palpó el bajorrelieve de una inscripción que leyeron al resplandor de una cerilla

NOVICIA INÉS DE LA CRUZ
19 años
1887

    ¿Dónde habrían ido a parar los huesos de la novicia Inés de la Cruz?
    El grillo tenía la pálida intermitencia de una estrella, y sombras de sombras se movían entonces a descompás de la trompeta que seguía sonando.
    Armando se sentía mojado y tiritaba de frío, pero a pesar de ello se tendió sobre la lápida de la novicia Inés de la Cruz entrecruzando los dedos sobre el pecho.
    La noche se quedó sin aliento.
    Luciana se volvió hacia él y le miró sonriendo nerviosa. Todo estaba ya cerca, y sin embargo se presentía un hondo alarido de despedida. Le deshizo el arabesco de sus dedos de cartón y le besó repetidamente las manos. Se incorporó Armando para mirar a Luciana durante unos instantes, puso las manos sobre los hombros de ella: todo comenzó a vivir aceleradamente.
    Fue un beso largo, doloroso, imprevisto, que desencadenó un turbión irremediable. Los dos lo sabían ya, pero Luciana huyó de él y jugó a ser perseguida por entre las piedras quebradas. Por fin, Armando sujetó sus muñecas mientras ella reía gimiendo, halagada en su papel de vencida.
        –¡Estoy vivo, Luciana! Estoy tan vivo que vas a sentir mi carne en tu carne.
    Todavía el preludio de un forcejeo inútil y agotador. La carne de Luciana era un vaso de oro oscilante en un rápido descubrirse y cubrirse.
        –¿No! Esto no es el amor. ¡Armando, no!
        –Es lo que deseamos, Luciana. Eso basta.
    Mientras la besaba, se hizo un cojín con el pelo y le tendió un lazo tibio por la espalda. La vida alentaba imperiosa sobre la muerte en luminosa dureza de los muslos de Luciana. Todo era una vibración cuando el pecho redondo de ella brotó impúdico e incontenible, como una luna cercana y caliente que abrasaba la sed de Armando.
    Tenía las sienes de pálida plata, los labios húmedos como una fruta recién mordida. En seguida las más cálidas prendas de Luciana se tornaban mojadas sobre la hierba fragante.
    Un último recuerdo por parte de Armando: “¡No!”
        –¡No! ¡Armando! ¡Armando! ¡Armando…!
    Y cuando Armando palpó la ardiente sed de Luciana en su más recóndito origen, un pájaro y el río gritaron a la noche un alarido inmenso. Pero ellos ya no le oyeron, y, mientras tanto, la luna insólita golpeaba las tumbas huecas del cementerio abandonado.
    La noche se hizo una herida enorme, sin sangre, y al mundo entero se le fue la vida por ella.         Después todo se fue apagando para volver a ser noche de ceniza en la que alentaban tibiamente sus bocas, cada vez más lenta, más largamente.
    Les invadió un olor reciente de rosas podridas, de crisantemos pisoteados. Cuando volvían hacia el pueblo, Armando un poco rezagado de Luciana y con la cabeza abatida, las rodillas y los brazos desollados y ardientes de ortigas, un niño se había perdido y lloraba quedamente en la noche de corazón: era su hijo.

Págs. 76 a 81
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    Un pálido sol de invierno se filtra esta mañana a través de las acacias pobladas de ateridos gorriones, mientras Armando camina despacio, precedido por la leve nubecilla de su aliento.
Todo va quedando atrás dolorosamente, difuminándose bajo la cotidianidad en que transcurre su existencia. Pero queda un último dolor, el claro presagio sentido en la carne, una última lágrima mientras camina por las calles todavía solitarias.
    ¿Por qué esta música de gloria en la mañana que se ilumina de dispersas farolas cansadas si Luciana está muerta?
    Luciana está muerta color de papel, y tan quieto todo que si Armando pudiera verla recordaría enseguida el grabado de Santa Cecilia Mártir de su primer libro de texto.
    Desnuda, descalza, muerta. Rodeada de fragancias que no son de los tarros abiertos. Nácar más que nunca lo que fueron botones de rosa en sus senos dormidos. Toda transparente, sí. Como aquella mujer joven flotando en éter para practicar disecciones que le enseñaron una vez sus amigos en la Facultad de Medicina. Pero más bella, Dios. Qué bello ahora su negro, azulado pelo suelto. Sí, un leve tono violeta en sus uñas, en sus labios, en sus en sus ojos abiertos. Párpados abiertos al mar como una escotilla de submarino con peces paralizados de espanto.
    Leves cortinas que flamean en la ventana del cuarto de baño de Luciana sin que ella pueda verlas, reflejadas en el agua quieta ya de la bañera que ha ido tornándose de azul en rosa.
    Rasca la aguja del tocadiscos como una uña desesperada que desgarra el silencio: Luciana está muerta.
        –“Te has muerto de ausencia, Luciana. Me lo dijiste un día: Cuando te vas, es como si la vida se me fuera contigo. Yo no podía creerlo”.
        –“Me he muerto de desengaño”.
        –“¡No, Luciana! ¿Por qué?”
        –“Me he muerto de cobardía, porque no he podido resistir el miedo a otro fracaso”.
   –“¡Oh, Luciana, Luciana! Tú tan feliz aquella madrugada bailando el Le Clochard. ¿Te acuerdas?”
    –“Recuerdo aquel primer beso compartido en la plaza de Felipe Neri, húmeda, desierta; cuando tú me humillaste con aquel beso que yo deseaba”.
        –“¿Y ya no hay remedio? Ya no hay remedio, Luciana. ¿Por qué has hecho esto?
        –“Nunca hubo remedio. Todas las flores morirán”.
        –“Muchas cosas han muerto contigo esta mañana”.
        –“¿Por qué me besaste? ¿Por qué? ¡Oh, no descorráis esa cortina! ¡Apagad esa luz!”
        –“Te besé porque te deseaba”
        –“No era suficiente, Armando. No es suficiente. Es necesario amar”.
        –“¡Amar!”
        –“No te atormentes. Desde aquí se comprende todo”.
        –“Viniste a mí aquella tarde de lluvia con la mano tendida”.
        –“No se puede ir a nadie con la mano tendida”.
        –“Llovía, Luciana, lo recuerdo. Nos veíamos entonces por primera vez”.
    La mañana no avanza ya más.
    Nadie podría decir si es el alba o el crepúsculo.
    Un sol sorprendido de metales apagados cuelga inmóvil en el pasmo de la mañana, y no sabe si retroceder o avanzar de prisa por el día sin asomarse a las frías porcelanas de Luciana, que se ha quedado quieta, sumergida en el agua todavía tibia de la bañera azul.
Hay un sol de limones amargos sobre los riazos de Montbello cuando llegan los hombres de la justicia a la estancia precipitadamente sola.
        –“Un amor, Luciana. Un amor vestido de blanco y las golondrinas de tus ojos que se han ido definitivamente al Sur por el aire de aquellas tardes nuestras”.
     –“¿Nos hemos amado?” Quiero creer que sí. Me deseabas desde un silencio de lámpara, desde una luz de madrugada. Yo era tuya, dolorosamente tuya. Y ya no soy nada más que tu recuerdo”.
       –“Oh, no me digas adiós definitivamente! Pero sí. ¡Adiós, adiós, Luciana! Luciana que ya eres alborada. Rodéame de olvido, porque debo ser yo por fin, así, como me han hecho”.

Págs. 145 a 148